RÉQUIEM
de
ESTER BELLVER
ESTER BELLVER
Tapa blanda, 132 pág. 13,8 x 21 cm.
Fragmento del PRÓLOGO
por ÁNGEL GARCÍA GALIANO
En el principio era la lucha, una agonía de no
saber y de querer vivir y amarlo todo hasta el final. En el comienzo fue la
agonía secreta de asistir al misterio desplegándose, diversificando su magia
iridiscente en arreboles de ensueño, miedo, gozo, ignorancia y pasión.
Protagonizar la vida fue solo el comienzo de la trama: se abre el telón, o una
ventana de la casa paterna y el olor a ozono recuerda el de las tormentas
infantiles, a un campo recién mojado o a pan recién horneado cuyo aroma se
pierde en el fondo de un baúl lleno de recuerdos, algunos soñados, otros
entrevistos, los más abrazados y dolientemente vivos. Al leer escuchamos
jirones de nubes rosas, vemos resonar los tacones de una vedette descendiendo
por titubeantes escalones de orillo, respiramos el aliento de los pasos
perdidos de una reina desolada y firme abrazando su pérdida por los campos de
Montiel, sentimos el olor untuoso de los lápices de colores recién usados… y aprendemos,
ensayando, una y otra vez, a no esperar: no esperes, te dice una voz al fondo,
detrás de bambalinas, y un foco ilumina y ciega tu perspectiva de futuro; no
esperas y por fin ves la fuente y reparas, jadeante por la subida, que en ella
vas a beber cuando papá ya no esté. Y entonces, sorprendida, agradecida,
descubres que ese era, y no otro, el tesoro escondido, sin mapa, sin plano ni
memoria, y que por fin lo hallaste, agonizando la primera.
Fragmentos de RÉQUIEM
de ESTER BELLVER
Tratando de tirar
las cosas de tu padre, te encuentras con cientos de ellas que tampoco él pudo
tirar de los suyos, incluido el traje de bombero de tu abuelo o un mechón de
pelo de tu abuela; sus deberes, cartera y libros del colegio; las coletas que
nos cortaron después de hacer la primera comunión; los dientes que le poníamos
al Ratoncito Pérez; ¡un colmillo suyo!, ¡nuestros ombligos!; su acordeón de
juguete; las muñecas que tuviste; los collares que usabas... Y aquello otro que
tanto le gustaba a tu madre. Te encuentras llenando el bolso hasta reventarlo
con todo tipo de porquerías: cajas vacías, bolígrafos rotos, cubiletes
incompletos de parchises extraviados, una cinta casete sin identificar... En
cada cajón que abres se despiertan miles de recuerdos que quisieras retener por
siempre. ¿Cómo lo vas a tirar? Pues lo tiras. Tiras con saña al contenedor
todas las grabaciones de vídeo que ha hecho tu padre durante toda su vida de
toda tu vida y de la vida de todos los tuyos. Pero luego abres otro armario y
aparecen las fotos: ¡15 álbumes de fotos! Y te encuentras con que las 101
grabaciones que acabas de tirar están copiadas de nuevo por si se
estropeaban las originales y que también están todos los negativos de las
fotos. ¡Y las diapositivas! Que no recordabas que también hubo una época para
las diapositivas. Ahí están, también a cientos, con su proyector y su pantalla
de proyección... Creo que necesito una fosa para mí también.
………………………………..
La película de hoy
no se ha grabado, no quedaba espacio, el móvil me lo avisaba: “No se puede
grabar el vídeo”. Sin embargo, continué como que lo estaba haciendo, no podía
interrumpir lo que ocurría. Estaba mi madre también en la habitación, había
venido a verlo —llevan muchos años separados—. Mi padre empezó a contar cómo,
el día que nació su primer nieto, antes de ir al hospital a conocerlo, pasó por
El Retiro y vio en el estanque una barquita con una pareja de enamorados. Lo
trasladó —dijo— a cuando era un chico joven y aún no había conseguido echarse a
mi madre de novia: “Iba allí todas las tardes y escribía en el caballo tus
iniciales. Soñaba con dar un paseo contigo en barca. Y ahora —pensé—, el mismo
día en que una de nuestras hijas nos hacía abuelos, iniciábamos los trámites de
la separación. Te fuiste y por eso yo viví aquello con Conchi, pero no tiene
nada que ver, te he querido mucho, Mari, mucho. Y todavía te quiero”.
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